2.11.13

(Imágenes de tránsito)

Oscurece demasiado pronto. Las luces comienzan a apagarse sutilmente a ambos lados del sacrílego cristal, cuya dilación ocupa todo el tabique izquierdo de la estancia, separando como un muro infranqueable dos realidades ahora opuestas. Hacia dónde la mirada se olvida sin rumbo, aparecen feraces campos, infectados de minúsculos cultivos estrictamente alineados e idénticos, como estrellas en una noche de verano, y el aciago traqueteo de un tren destartalado. 
Los hospitales son lugares inhóspitos, punto en el cuál el tiempo parece suspenderse, un lance de horas mustias, silencios entre albas sábanas y aullidos que gotean en tubos transparentes, tristemente fabricados. En el interior, se oye el punteo metálico de las alarmas, el imperceptible desgarrar de una aguja finísima escindiendo en la carne y los pasos extenuados de los visitantes por el infinito pasillo de losas rasguñadas.

             Habitación 353. Un encuentro de palabras en mute. El paciente aquejado habla a la nada, le duele la vida. Una enfermedad que desconoce le ha traído al lugar en que confluye la vida y la muerte, la espera interminable y el indómito deseo de dilatar las horas. ¿Saldré de aquí? La tos rauca de su compañero es lo único que interrumpe su monólogo, a contratiempo, en frente de él los familiares asienten al soliloquio mirando las indecorosas heridas de sus zapatos o los carteles que prohíben o autorizan su sed de movimiento. Nunca se sale de aquí para siempre, sólo se prolongan o se acortan los períodos entre una u otra internación, deberían contestarle. Pero para qué el desánimo si la muerte ya ha decidido extender sus brazos. Para qué la verdad, para qué la razón, si al final todo se reduce a una llamada ineludible.
Cuando salga de aquí me gustaría volver a mis raíces, volver a nacer. Insiste en sus certezas, ojalá la fe ajena no doliera tanto cuando te esquiva la propia, ojalá volver a creer, ojalá rescatarnos a nosotros mismos del abismo. 

          Es demasiado tarde. El crepúsculo se ha desbordado y las enfermeras fluyen, se diseminan y se funden en un mismo ser ataviado de un blanco inmaculado, que llega y desvela y llega y sana y llega y alivia el silencio. Los jóvenes teclean con dedos raudos en su nuevo teléfono móvil, como intentando vanamente atrapar la esencia que se esconde más allá de esa pantalla de cristal líquido, ajenos. Los adultos suspiran, pronto su vida los habrá encaminado al mismo confluir de sentimientos y males, un lecho idéntico en el que acechar sin remedio esa soledad cancerígena, esa oscuridad remota. Los ancianos tiemblan, toman la cena, lloran cuando todos huyen a salvarse, cuando todos tientan inútilmente escapar de los cristales invencibles, los santos sobre la mesilla, el gotero incandescente. Lo cierto es que es imposible paliar determinados daños, mitigar cierto tipo de recuerdos. Hace cincuenta años celebrábamos cómo nuestra eternidad se había transformado en una criatura berreante, nos impedía dormir, ¿lo recuerdas?, hace veinte acababan de abandonarnos para construir un nido propio, hace diez creí que volvería a morir sólo por cesar mi única ocupación real y sin embargo, no lo hice, sino que rebroté y experimenté eso que llaman armonía y, ahora, mirando atrás, no parece que haya pasado toda una vida, ¿no crees? Lo cierto es que yo no debería estar aquí, sino al lado de la tele aunque no diga nada, o hundiéndome en el sofá de ruda tela, confiesa, aunque nadie logre atisbar que en sus palabras hay quizás también un cierto resplandor de resignación. Este no es su lugar, ciertamente este no es el lugar de nadie sino más bien un horrible oasis en que divaga la ausencia. 

           Los familiares comienzan a salir, impelidos por el zafio gesto de la multitud. Ha llegado la hora. Todos sonríen en una mueca de tristeza, sus manos palpitantes acarician las lindes velludas de las manos del hermano, del padre, del extraño. Te pondrás bien, volveremos pronto. En mitad del desequilibrio reinante, le ruegan paciencia y confianza, virtudes de las que ellos carecen en cierto modo, pero qué hacer si el desespero y el miedo son tan letales, tan sedantes. Las cortinas mustias oscilan como péndulos etéreos, telas jadeantes, y al otro lado del vidrio ya no se distingue el manchado terreno desdibujado tras los herrumbrosos raíles. En el interior un último pariente, no tan joven como para no entender que hay miradas que cuentan más que un millar de palabras, echa la vista atrás con un efímero anhelo de congelar ese instante, esa borrosa visión. El enfermo hace un amago de hablar y un hondo carraspeo impide que la frase llegue al receptor, un bramido como el de un lobo hambriento bajo la luna: no dejes que caiga en el olvido.

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