1.1.14

2014

Tintineaban las copas. El aire cargado lamía las enormes bandejas de plata colmadas de carne, tejiendo una espiral de viento alrededor de su contorno. Miré el fondo ambarino del vaso, vacío, y mi memoria trajo el lejano recuerdo de una navidad pasada en que conocía las caras jaspeadas detrás de mis hombros. Portaba un vestido nuevo, negro como el olvido acicalando las calles, y su seda desdibujaba una huella de pasión en mis caderas. Sonreía como si no llevara días anhelando una lágrima, pero estaba en el lugar que me correspondía, discerniendo la posibilidad de entablar conversación con la joven de pelo desgreñado, grisáceo como un disfraz maltrecho depositado en la cuneta. A su lado, hileras de sillas incoaban su camino, anclando incorpóreas figuras que devoraban el contenido de sus platos sin fondo. La música sonaba sin descanso y era el único recodo de silencio codiciado, pues todos bailábamos, trenzábamos el espacio dado sin movernos del asiento. Quise afirmar que la felicidad era eso, en ese momento, en ese lugar, el ansia de volar sin despegar los pies del suelo como si el cielo fuera una quimera desdeñable. 
                                                          
          «El próximo año empezaré a escribir un libro». 

          La primera vez que oí hablar de aquella chica acababa de comenzar a ser consciente de mi propia identidad. Sin embargo, era la primera vez en años en que escuchaba mi nombre brotar de sus labios fríos y púrpuras, sellados como una promesa disociándose en las horas. Supe por mí misma que era escritora, pero no supe hasta ese instante que era una escritora extraña, como una flor sin pétalos fluctuantes, a la que le faltaba un fruto que libara de ella hasta la última gota de su beatífica esencia.

          «Es interesante», dije. 

         Aunque en realidad no me importaran lo más mínimo sus quebradizos proyectos de futuro, sino más bien el hilo infinito de voz que manaba junto a su aliento cuando hablaba del teatro victoriano, los artículos consagrados a la estética o el papel de la poesía en este viejo mundo desolado. Tomamos el postre exasperadas, aunadas en la atmósfera de una velada abierta a la extravagancia mientras se sucedían burdas imágenes, llantos sin consuelo, cristales fracturados en pedazos invisibles bajo la intimidad de la palabra que honraba a la esperanza, a la creencia. 
          Todos eran ante mí mesías de las ideas, los ancianos hablando con cautela, los niños galopando alrededor de las mesas, las etéreas mujeres cuyas ropas vaporosas distaban de mi alma toda una vida y cuyo animoso espíritu entretejía los límites de mi buen juicio. Pude palpar la ausencia materializada en una silla vacía. 
          La joven continuaba hablándome acerca de la importancia de preservar las tradiciones, como en un lastimoso alarido que resultaba morbosamente hipnótico. Había pensado que la oportunidad de conocer a tanta gente me permitiría sentirme un poco menos sola, un poco menos inquieta a causa de la férrea lazada atada en mis entrañas.

         Pero lo cierto es que allí, en ese cosmos marmóreo donde cada palabra era ardiente fuego en mis oídos, los abismos volvían a atraparme. Sin advertirlo volví a pronunciar adioses, a escuchar a los relojes liberando las muñecas, y el click metálico del cinturón gimiendo contra el suelo rojizo de un hogar amigo, y los saludos y las muecas de abandono y los recuerdos disgregados sobre la colcha arrugada de una habitación sosegadamente cuidada, y el arrullo de los labios al rozarse y las noticias enunciando el llamamiento y las doce campanadas devorando los instantes que nunca me supieron ciertos. Sin advertirlo el caos me había alejado del gris ceniza de la joven cuyos dedos narraban historias ocultas, lejos del tráfico y la brisa y el sudor de mi frente y el vientre atiborrado de mariposas muertas como un lodazal absorbiendo lo que era y lo que soy, como si mi cuerpo perdiera la movilidad y mis músculos imploraran la oportunidad de hablar de felicidad una y otra vez. 

          Cerré los ojos y volví a oír el crujir de la comida al contacto con los dientes, el vino resbalando por los manteles, los vínculos de sangre entrelazando vidas separadas por sí mismas. Pensé que la felicidad era aquello, pero también esto, y el mañana, y el año nuevo, y el poder seguir saboreando un solo resquicio de todo lo que en algún instante fue.

2 comentarios:

  1. Es bonito que sientas así la felicidad. A veces me cuesta darme cuenta de ello, ¿sabes? Lo cerca que la tenemos a veces, lo fácil que sería cerrar los ojos y sumergirnos en ella. A veces olvido hacerlo, y me siento terriblemente desgraciada a pesar de tener todo lo que necesito.
    Creo que todos necesitamos pararnos a buscar la felicidad de vez en cuando... Porque está ahí, aunque no siempre nos demos cuenta.
    :)

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  2. La felicidad es un momento, una chispa efímera, pero a veces nos cuesta demasiado apreciarla cuando ocurre o la descubrimos demasiado tarde.
    Gracias por leerme, Alba. ¡Un beso!

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