25.12.12

(agnosticismo de nochebuena)

Ella odiaba la Navidad, sin más. Y por consecuente, o quizás, como preámbulo, detestaba también todos aquellos convencionalismos derivados de ella. Mas allá de sus estrambóticos gustos- todos relacionados con el exotismo y la soledad de mil y un parajes diferentes o con fuentes que emanan del epicentro terrenal- se encontraba su afección, profunda y consolidada, a deshacer todos esos lazos que se van urdiendo poco a poco, con el tiempo o tal vez, con la rutina gestatoria. 
Así fue como, con la edad de un pequeño pájaro que teme abandonar el nido, se halló sumida en una indiferencia incurable, prominente e inducida por aquellos compromisos que, a falta de motivación o afecto o quizás consideración por el resto, se quedaron flotando en el aire. Se asemejaba al confeti, a esos minúsculos pero no menos irritantes trozos de papel, que descienden lentamente, desgastándose, tras la explosión y por tanto, regocijo inicial. Perdía la fuerza y se erosionaba tras el paso deslizante del tiempo.
A mí también me perdió. Fue justo una navidad cualquiera. Ese año no había destacado especialmente por prácticamente nada, y ese invierno prometía, amenazante, que no iba a contradecir a lo anterior. Todo resultaba tan inspirador que a veces me pregunto como fui capaz de cegarme a ver que la vida, metafóricamente, me estaba regalando la premonición de la decepción resultante. 
Recuerdo profundamente, cada segundo que pasé, casi extasiado por las luces de navidad, centelleantes, me recordaban a los focos de hospital, a esas extrañas bombillas cuyo halo se difumina produciendo una sensación de asfixia febril. El tiempo se escapaba, expiraba, la espera se antojaba eterna e indomable. 
Y no apareció. Y no lo intuí, y me arrepiento a cada instante de no haber presupuesto que los compromisos y ella nunca intimaron especialmente, nunca se entremezclaron, como el agua y el aceite. ¿Por qué no caí en la cuenta de la opresión que ejercía, que ejercíamos sobre ella? La libertad es tan difícil de alcanzar que se escapa a nuestros sentidos, se esfuma, es tan inexplicable que no somos capaces de interpretarla ni siquiera cuando nos planta cara. 
Ella, al contrario que el resto, huía de su inesperada función como rehén. Huía de la muchedumbre, de las luces navideñas de hospital. Huía de todo aquello que desequilibraba su sostenible e indestructible soledad. 
Es por eso que ahora, ni siquiera se deja ver cuando finaliza todo esto, cuando la quietud regresa, cuando los compromisos superficiarios cesan y la gente ya no sonríe por compromiso, sino por interés o costumbre. 
Ahora sólo se mezcla con sus paraísos a rebosar de dunas, de soledad y silencio, y sobretodo, anteponiéndose a todo eso que tiene algo que ver con la navidad. La navidad perpetua e incalculable, programada y adherida bajo la lengua de todos, como el antídoto contra las enfermedades del corazón.

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