18.12.12

(Involución)

Norae acababa de desaparecer. Se había esfumado, sin dejar ninguna nota ni muestra de condolencia que mostrara lazos de dependencia, ahora cortados. Siempre había creído que su fuerza de voluntad era precisamente su rasgo más característico, cuando Norae se decantaba por algo, por inalcanzable que fuera o tendencia a la desgana que tuviera, lo realizaba con la facilidad con que un pez se sumerge en el mar, casi con necesidad. Sin embargo, había algo que se le resistía, continuamente, una especie de meta fantasmagórica que se dibujaba en su mente cada noche, y la impedía dormir como si  de un objetivo platónico se tratara. Era realmente frustrante. Se le oía mascullar las líneas a trazar, entre dientes, no quería narrar a nadie su objetivo, como siempre había hecho. Sollozaba en una especie de conexión íntima con sus propios límites.
Esa tarde, la misma de la partida, me refirió algo parecido a una idea, una especie de bombilla tintineante sobre su cabeza que la tenía ensimismada. Estaba realmente entusiasmada, extasiada, parecía como si hubiera encontrado tras una larga búsqueda la pieza que resolvía el rompecabezas más complejo y vital. Vi el brillo en sus ojos, la oí reír como hacia tiempo, y por el contrario, dejó en mí una sensación ambigua y banal. Creí que mis energías se marchaban con ella, al igual que cada tarde, cuando me narraba todo esas utopías que ella lograba convertir en épica. Norae nunca había destacado especialmente por ser una persona alegre, es más, en uno de nuestros interminables trayectos en tren, recordaba haberle dicho lo similar que me parecía el paisaje árido que podíamos ver por la ventanilla, a ella, por esto de la melancolía y la sequedad en su rostro. Pues bien, esa tarde la vi transformarse, atónito contemplé la metamorfosis de mi pequeña libélula, siempre sobrevolando y sin posarse con ahínco en prácticamente nada, y entendí la sutileza de todos sus actos previos.
Norae había estado acumulando, todos estos años, la energía suficiente como para edificar con majestuosidad la mayor de sus hazañas. Tantos instantes acompañados de comportamientos o comentarios anodinos, que nada tenían que ver con la riqueza de sus benificios, la habían conducido poco a poco, a concentrar todo su ser en la proeza final. Entendí que sólo había estado urdiendo su obra tras el telón, que ese acto adictivo no había sido más que una parte del prólogo, la introducción de un narrador perfecto, con voz ronca y penetrante, que te deja con ganas de amarrarte fuerte al asiento y esperar el apocalipsis teatral.

Esa noche no regresó, tampoco la siguiente, no la escuché planificar en sueños sus objetivos, ni siquiera percibí esa sequedad perdida tras su cristalino. Norae acababa de tomar la elección más importante, la que había acabado con su legendaria y parsimoniosa voluntad. Norae acababa de huir, de emigrar, de avanzar a la casilla superior en relación con la madurez de sus decisiones. Ella siempre estuvo por encima. Y algún día. No demasiado lejano. Se elevará, tras haber virado sobre sí misma noche a noche, en otra cama, y abandonará todo aquello construido. Volverá. Siempre lo hace. 

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