Fueron suficientes,
únicamente, unos toques leves de carmín y una brocha fina empapada en un árido
y terroso color pardo. Esa noche era innecesario cerciorarse de los más ínfimos
detalles, pues, como cada Domingo, no serían extremados los cuidados a la hora
de reparar en los preparativos previos. En realidad era así siempre. Bastaba
con que cruzara el pórtico del umbrío local, para dejarse embriagar por las
notas de una melodía de jazz cualquiera, mientras las luces rojizas variaban de
intensidad dependiendo del apego que la noche, fuera arrojando sobre los allí
presentes.
Justo en esta
ocasión, no demasiado relevante pero sí curiosa, tomé asiento, sola, como de
costumbre, a la luz de un pequeño flexo, cuya luz tenue iba consumiéndose a
medida que se aproximaba el espectáculo nocturno. No comí demasiado, quizás por
nerviosismo, o más bien, por entusiasmo. Ambos infundados y, como era de
esperar, vanos. La cuestión es que, de pronto, se apagaron las luces y comenzó
a bailar sobre mi mente- al igual que mis
dedos sobre la mesa- una cadencia pegadiza y familiar. Sonreí por lo inopinado
de la situación, y al levantar la vista mi mirada chocó con la de alguien, que
a la vez, tarareaba la misma letra propagandística y, casi adictiva, de esa
canción.
Contaba una historia,
todo lo que podemos ver a nuestro alrededor tiene una, y a veces, basta con
introducirnos en los pliegues superficiales para ir allanando el terreno, para
ir intimando con tan irreales, y a la vez, voluptuosos personajes.
Probablemente narrara un verano cualquiera, la navidad más absurda o una
historia de amor que se desarrolla bajo el amparo de la lluvia. Sin embargo,
esa noche, entendimos a la perfección la riqueza metafórica que se escondía, en
sus estrofas. Fue una especie de vis a vis revelador, como una decisión de
última hora cuando ya no quedan billetes para el tren o una reserva en un
restaurante de lujo justo antes de llegar a fin de mes, todos actos impulsivos
movidos por la desconfianza o en su defecto, la confianza extrema.
Saltamos como peces
deseosos de morder un anzuelo letal, despavoridos e impulsados por un afán casi
cegador, que nos propulsaba a hacer notar que esa canción era mucho más que una
repetición categórica de notas.
- ¿Bailas? – preguntó casi afirmando, sabiendo que la respuesta era tan irrebatible que sólo sería necesario que me sacudiera el vestido.
- ¿Bailas? – preguntó casi afirmando, sabiendo que la respuesta era tan irrebatible que sólo sería necesario que me sacudiera el vestido.
Me condujo al
centro. Quería hacerme sentir intrínsecamente unida a la melodía. Entonces lo
dijo.
- ¿Ves aquel matrimonio del fondo? Aún después de tantos años conservan la fruición en su mirada, al martillear con los dedos sobre el mantel o al observar cómo, el flexo va disipando su lucidez lentamente. No tienen prisa. Repelen la desazón que al resto nos produce el angustioso hecho de que se apague, todo o nada, de que perduremos o quizás seamos nosotros los que perdamos la chispa. Sin embargo, podría certificarte, y no me quedaría un ápice de duda, si dijera que ellos tienen mucho más temor que el resto.
- ¿Ves aquel matrimonio del fondo? Aún después de tantos años conservan la fruición en su mirada, al martillear con los dedos sobre el mantel o al observar cómo, el flexo va disipando su lucidez lentamente. No tienen prisa. Repelen la desazón que al resto nos produce el angustioso hecho de que se apague, todo o nada, de que perduremos o quizás seamos nosotros los que perdamos la chispa. Sin embargo, podría certificarte, y no me quedaría un ápice de duda, si dijera que ellos tienen mucho más temor que el resto.
Me
soltó esto mientras, paradójicamente la canción iba llegando a su fin. Quise
preguntarle el porqué. Por qué había escogido esa entrañable pareja, por qué me
había elegido a mí para ese baile y sobre todo, por qué, después de la
exhortación de la fortaleza, la valentía y la equivocación asentada en todos
nosotros, había dejado esa incertidumbre sobre mí. Quería saber que atormentaba
a esos dos ancianos, y casi quise correr a abrazarlos y perjurarles que eso era
insignificante, que acababa de descubrir si habían desenchufado la plancha o
quizás el motivo por el cual la Pascua se adelantaría este año más que de
costumbre. Al fin y al cabo, ahora ya todo me parecía mediocre y fútil.
Pero
no lo hice, porque él también se esfumó tras los acordes finales. Me dio un
beso en la mejilla y con la ligereza de un cálamo me dejó plantada en el
centro, mientras, recapacitaba sobre todo lo que acababa de decirme.
Sí,
puede que yo también temiera la atenuación de todo lo que me rodeaba. Puede que
ahora tuviera pánico. Pero, podía no volver a verlo, podía persistir viviendo
sin saber, ni siquiera intuir, el desabrimiento interior de esa pareja.
Esa
noche, al acabar el espectáculo, regresé a casa. Entonces sus palabras
volvieron a clavarse, como alfileres, una vez que logran penetrar en la epidermis.
Ahora me parecía absurda la seguridad que había tenido toda mi vida, y es que,
como ahora, como siempre, había tenido la misma antítesis revoloteando sobre mi
cabeza. Realmente era complejo elegir si era peor ser eterno o, expirar
demasiado pronto.
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