23.3.13

Ahora que las dudas emergen, no hay nada de certero ni piadoso en este cuerpo.
No hay nada en estas manos, en la hipérbole de su gracia, no hay nada y tenlo por seguro, de seguro en este cuerpo combatiente. Cuando las batallas se libran en él y, cientos de soldados parecen galopar por las entrañas sin miedo y no. Porque es precisamente el miedo el que retuerce tus vísceras provocando una indescriptible sensación de vacío similar al del impersonal olor a lejía en las sábanas.

Monique se levanta, peina su pelo y sonríe a un impío espejo que, en pírrica y empírica victoria, calla. ¿Es este reflejo ajado algo más que un simple sumatorio de quimeras?
Su pelo y su carácter, idénticamente indomables como los leones de la sabana o la belleza de James Dean. 
Se dirige a pie hacia el trabajo, tentando a medias el humor matutino y la desidia vespertina, a media luz entre la noche y el día, el bien y el mal, el sol o el café que arraiga la morriña y el deseo de volver siempre a casa.
Al principio esta ciudad era también yo. 
Evoquen el momento en que de puntillas palpan un asfalto desconocido, mismo alquitrán, misma dureza, y un novedoso cúmulo de sensaciones nunca antes pensadas.
El objeto es impersonal: en este caso el asfalto de la avenida principal desgastado del perpetuo ir y venir de automóviles. 
Sin embargo, es el ser humano el que le atribuye una honra quizás inmeritoria. Monique podría haber besado el suelo en aquel momento, pues ya eran un solo ente, ella era la negrura del camino y el camino, un inopinado conjunto de huesos, músculos y alguna que otra destartalada reflexión a contratiempo.
El kitsch del amor, las noches en vela, la dolorosa ausencia de pasión acompañada del regusto ácido del alcohol bajo tu lengua.

Años después Monique carece de la consistencia del asfalto. 
No del asfalto épico de su antiguo nuevo hogar. 
Monique carece, lo que es peor, de la consistencia de cualquier asfalto. Lo que por ende la convierte, no en la débil Monique de años atrás, la débil y nómada Monique de años atrás, sino simplemente, en débil.
En una cualquiera.

Monique es la gacela a punto de ser engullida por un guepardo. A cámara lenta se abalanza sobre la presa con un límpido y funesto salto, desgarra con la fuerza de cien hombres y despedaza, al compás, crac crac crac crac, con mordeduras puras, al inocente mártir. ¿Es preferible caer en el olvido o en la bilis de un depredador? Monique se lo pregunta a cada instante. Cuando observa como las bocas gigantes de los que la rodean se abren y cierran, también, con asombrosa pulcritud. Su marido, su amante, la infidelidad, la fidelidad a lo infiel, sus hijos, sus compañeros, los profesores de sus hijos, las parejas de sus compañeros, las infidelidades de sus compañeros, las infidelidades de las parejas de sus compañeros, los profesores de los hijos de sus compañeros, las infidelidades de los profesores de sus hijos, las infidelidades de las parejas de los profesores de los hijos de sus compañeros y, la soledad.
Monique se siente tremendamente sola, como la gacela, rodeada de guepardos que rivalizan continuamente por ver quien es capaz de engullirla antes. Quién acaba con la letanía de la sobrante carga de Monique, la leve línea entre los 30 y los 40, la encorvada espalda por el peso y la pesada ingravidez de los años.

La búsqueda del sexo, el cariño, la comprensión en lo extraconyugal, los ritos masónicos frente a la autoimposición de hacer el amor cada jueves. A Monique le hace daño no saber nada de las guerras bárbaras para poder solventar la pesadumbre de su hija Mandy, a la que la historia se le atraviesa como a su madre el olvido. Su madre quisiera hacerle entender que la historia es lo contrario del olvido, de la ignorancia, la única forma de no caer una y otra vez en los mismos errores, pero Mandy es demasiado inconsciente como para darse cuenta de que esa historia que detesta es en realidad el mayor poder que posee el ser humano.
Monique detesta también su impuntualidad, no tener una caravana para lanzarse al éxodo, las utópicas creencias en la perfección y su útopica e imperfecta vida.

Está a punto de morir. Monique está en ese estado terminal absorbida por las dudas, que es el estado previo a la muerte y posterior al alumbramiento materno. La existencia es un estado terminal. 
Un estado terminal asemejado al período que transcurre desde que un ciudadano sometido tiene la osadía de dudar a voz en grito de su régimen totalitario y, 
deja de dudar para siempre.
Estamos todos al borde del abismo, años, meses, segundos, el minuto en que un soldado anónimo levanta el fusil, 
y dispara.

- Mamá, ¿por qué lloras?

Monique intenta sonreír y explicarle a su hija vanas historias de francotiradores al acecho, de muertes, de celos, de amor, de vacíos, de dudas y fe.
Monique quisiera decirle a su hija que llora por la vida, por las gacelas y los guepardos, por ser guepardos y gacelas, por el roce de los polos y la sublimación de la indiferencia. Por el momento en que el guepardo parece besar la piel de la gacela, por el segundo en que sus miradas se cruzan (una con temor y otra con deseo), por el instante en que el día deja de ser día y pasa a ser noche, por el suspiro antes de dejar de respirar, el paso de la vida a la muerte.
Monique quisiera acunar a su pequeña antes del disparo, de la ruina, protegerla de lo efímero y hacerla eterna.
Pero es el secreto a voces de la existencia, el que finalmente, clama perdón. 

- Dime Mandy, cariño, ¿te parece a ti esto un llanto?

No hay comentarios:

Publicar un comentario