9.3.13

Vida y, / fugaz deseo tenaz / efemérides que danzan / una tras otra. / El vals de los recuerdos de, / acrobáticos cobardes, / paupérrima existencia y, / silencio. / Sólo silencio. 

La tristeza en el ser debe ser uno de los aspectos más sobrevalorados. No es para tanto, nadie piensa ya en esos sujetos pasivos que claman al cielo una cura para el mal existencial que araña los corazones de sus hijas, ni en las almohadas que enjugan todas esas lágrimas.
Siempre acaba resultando fortalecido el pusilánime y aquel, que también transige íntimamente, que respira la melancolía como un niño la perniciosa nicotina del padre, aquel, de aquel nada se sabe.
Son uniones desequilibradas y el vacío que abraza al que padece y siente, no es comparable al del impotente. Ese que solo observa, renuncia y apoya el brazo por encima de un hombro victimista.
¿Qué es la melancolía, sino, un 90% de victimismo y un 10% de,
incomprensión?

Sabina tenía 50 años, y a pesar de ello, mas parecía a punto de celebrar los 70. Se hallaba desintegrada, si se puede llamar así a una pseudoexistencia camuflada con un par de visitar periódicas al médico y una terca afición por madrugar para comprar un único bollo de pan, siempre el más alejado del mostrador de la panadería, libre así de las miradas de todos los ociosos de la vida diurna, como si pudiera ingerir de esta manera el más puro y virgen. Maldita alma lívida, su flácido cuerpo tenía demasiado de espíritu y nada de consistencia.
Más recuerdos que huesos. Se apoyaba en ellos como remedio a una anodina pervivencia y un letal y perpetuo estado de enajenación.
Era una desproporcionada dualidad entre tiempo y espacio. Un fallo del reloj, una vida a la velocidad de una bala a punto de impactar.
En definitiva, la madurez aletarga el cuerpo y paradójicamente, también rejuvenece el alma.

Sabina anhelaba comprensión y alguien con quien reverberar su atestada reserva de victimismo. Sabina anhelaba también los gritos de sus padres antes de morir, los ladridos de perro de madrugada, el café amargo más por convencionalismo que por placer, la playa en su alféizar y sentir el salvajismo de cientos de mariposas en su estómago al volver a ver a su primer amor.

Sabina comparaba la vida con un libro. Era efímera también, como la consumación de las hojas. Es el deseo de saber qué va a pasar y la constante antítesis de no querer saberlo. Pues eso supondría el fin. Y Sabina odiaba terminar los libros porque se sentía incompleta, sentía el descarrilamiento del tren al desconocer como sería la próxima estación. Su falta de imaginación era inmensa, y a veces leía una sola noche tres libros seguidos con personajes y espacios diferentes sólo para sentir que, la última página de un libro, no siempre supone el final de la historia.

Nunca se había considerado bella. Y no lo era, al menos para la mayoría de ojos. Pasaba desapercibida y eso era aún peor que ser fea. Seguramente nadie nunca girara la cabeza al verla pasar. Pero es este un concepto tan subjetivo que se amarraba a la esperanza de pensar que, quizá alguien, fuera capaz de hacer renacer de su furtivo reflejo en el espejo, alevillas de las ojeras, mirlos de las arrugas, estrellas de sus malogrados ojos.
Todo esto era poesía y el sujeto X sería capaz de crear Arte de sus achaques.
Quién sabe, quizás fuera real en sus más ocultas fantasías. Pero la verdad es que Sabina era consciente de que toda la vida es sueño,
y los sueños,
sueños son.
 Precisamente por esto y porque Hamlet dijo que 'la conciencia nos hace a todos cobardes', era incapaz de entablar contacto alguno con cualquier hereje con claros vestigios de ser el sujeto X.
Huía de su propio miedo y su infundada psicopatía combinada con unos leves toques paranoicos son los que la conducen al inicio de esta historia: las uniones desequilibradas entre el individuo activo y el pasivo.

Sabina como sufridora nata amaba leer a Murakami y a Bukowski para ser capaz de argumentar su prejuiciada melancolía. Interpretaba el papel de víctima a la perfección. Victimismo, pesimismo y ese 10% de incomprensión fácilmente mimetizado con la soledad de la bien merecida protagonista del drama.
Y justo cuando estaba a punto de su radiación de tristeza, como los petroleros a punto de descargar, la acción se ve interrumpida por el ecologista de turno, el pasivo sujeto X, que prende del brazo a Sabina y le inyecta en un susurro:
- Esas canas deben ser las más blancas e impías del mundo.

Y a Sabina le parece la poesía que sus ojos necesitaban para transformarse. ¿Cuándo se transforman unos ojos en poesía? Rebobina y proyecta en verso, con voz de juglar medieval, cual libro en edición vintage de las desidias de Lord Byron: "Esas canas deben ser las más blancas e impías del mundo".

Mas una oleada de pánico hace zozobrar la inminente seguridad de Sabina. Miedo de que el sujeto X le recrimine su victimismo, que no la comprenda, que deba dejar de fingir que la tristeza es algo horrible cuando es lo único en lo que cree firmemente. A todos nos da pánico deshacernos de nuestras máscaras.

- Y yo debo ser la más cobarde del mundo. - dijo Sabina.

Al nacer nos lanzan como pájaros trepidantes, deseosos de alzar el vuelo y confiados, volamos. Luego nos dicen que la elevación siempre implica el descenso, que las corrientes acaban por arrastrarnos y que, el miedo también es capaz de soplarnos cuando zozobremos.
La mayor cobardía es, por progresión, la de la muerte.
Pero, ¿y Sabina? Díganme, ¿se puede temer a la muerte, cuando te falta la vida?







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