28.4.13

(De despedidas y adioses)

          - Creo que deberías irte. - dice Diane. 

          Irte y desaparecer y convertirte en polvo como los finísimos y desagradables corpúsculos de tu mesilla – quisiera decir. Pero por el momento es suficiente con esa falsa placidez que los envuelve, antes de que las palabras sean procesadas y posteriormente, admitidas.
El agotamiento se percibe en sus mejillas cálidas, sus ojos vacuos, sus manos turbadas y exhaustas. Como comedianta aún novata desdibuja entre sus comisuras una mueca difusa, fugaz entre el vago tropezar del reloj que los devuelve a la realidad. 
La noche es virgen. Sin polución, estrellas, nubes o luna que deslustre el cielo negro, empañando así su calma fútil. Cantan los búhos en silencio sepulcral, temiendo que sus susurros puedan ser réquiem por un amor huidizo, y ahora ya muerto. 
La espuria luz de la lámpara oxidada por el tiempo incide en sus labios y los ilumina incitándolos a un perdón efímero, intrínsecamente ligado a la imposibilidad de una próxima rendición, pues es bien sabido que es lene la linea que separa la última vez de otro idílico ojalá.

          Diane quisiera incrustarse la esperanza como ya lo hizo las veces anteriores, como si su relación se hubiera convertido irremediablemente en un bucle en el que ambos hubieran dirimido su exánime fe. Sin embargo, esa mañana, mientras eludía el tiempo en la boquilla de un cigarro, se había esforzado en recordarse que la situación era ya tan insostenible como perniciosa, como el regusto que dejaba la nicotina en su boca, pese a la dificultad de la deserción.
Sabía que prorrogar ese afecto ya desgastado era como intentar hacer prender un pitillo meses después de haberlo consumido.
En el fondo era otro sentimiento el que la instigaba a caminar cada mañana e incitaba a sus piernas a darse prisa, a su boca a sonreír abiertamente y a sus pies descalzos a ponerse de puntillas, como pajarillo aún bisoño, que desconoce cómo alzar el vuelo. Era el sentimiento de su relativa emancipación, experimentado tan sólo en los años de su infancia, en el encanto de la puericia y las tardes eternas y suaves.
Es la libertad idealizada la que conduce al ser débil a actuar con la insensatez de un niño, mas la libertad no existe más que en este gesto, sin razón ni reflexión, más allá de todo aquello que conlleva un principio y un final. 

          - Yo también lo creo – dice Tomás.

          A pesar de todo, consiente Diane la creencia de Tomás, como cuchilladas inapelables en su estómago que la desgarran lentamente. El resquebrajo deambula entre el ardor y la desidia.
Lo imagina arrojando las llaves sobre el sofá y desnudándose ante el espejo con rechazo. A pesar de tantos años su cuerpo permanece idéntico a la primera vez, ligeramente teñido de vello endeble, suave, como si fuera la piel inmaculada de un vástago adormecido en sus brazos. 
Suplica antes de zambullirse entre las sábanas una inane certidumbre en los hoyuelos de su cara, mientras la luz extinta paulatinamente.


          Toma Tomás la puerta y abandona la estancia. Sus pasos se oyen sordos, roncos y afásicos, completamente dispares de las dinámicas zancadas cuando corrían a envolverse en un abrazo. Poco tienen que ver ya, ese pasado cruel y lacerante, con la vaciedad del presente. Son los recuerdos algo tan abstracto como común, las caminatas a media luz, tintado el ocaso con sutiles toques de ámbar, las nubes bajas, acarameladas, dulces, sonrojadas las mejillas de ingenuidad.
Sabe Diane que esos días, aún con el firme propósito de pasar página, quedarán en la memoria inexpugnables, en el mismo libro de su vida, para que en cualquier ojeada, de soslayo provoque el desangro de su corazón almidonado, aún sin cicatrizar totalmente. 

          Tiene el éter un perfume dulzón, perfume del amor caduco que acaba de expirar por la ventana. Observa Diane como Tomás se aleja de la casa a paso lento, más sosegado el ritmo, como si esperara algo al menos tan presumible como para no distanciarse mucho del aura impía de aquel hogar. Sin embargo, acaba por convertirse en un diminuto punto en el horizonte, izado sobre edificios, parques, calles, izado por encima de las reminiscencias que evocan aquellos lugares, izado por encima de sí mismo.
           Hay algo de mágico en cada despedida, Diane lo sabe. Tomás también. Pues, aunque sólo sea por un instante, vuelven sus cuerpos, más adultos a palparse, para hacerse tan etéreos como sus almas, por ahora libres. 

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