- Creo que deberías irte. - dice Diane.
Irte y desaparecer y convertirte en
polvo como los finísimos y desagradables corpúsculos de tu mesilla
– quisiera decir. Pero por el momento es suficiente con esa falsa
placidez que los envuelve, antes de que las palabras sean procesadas
y posteriormente, admitidas.
El agotamiento se percibe en sus
mejillas cálidas, sus ojos vacuos, sus manos turbadas y exhaustas. Como comedianta aún novata desdibuja entre sus comisuras una mueca difusa, fugaz entre el vago tropezar del reloj que los devuelve a la realidad.
La noche es virgen. Sin polución, estrellas, nubes o luna que deslustre el cielo negro, empañando así
su calma fútil. Cantan los búhos en silencio sepulcral, temiendo que sus susurros puedan ser réquiem por un amor huidizo, y ahora ya muerto.
La espuria luz de la lámpara oxidada
por el tiempo incide en sus labios y los ilumina incitándolos a un
perdón efímero, intrínsecamente ligado a la imposibilidad de una
próxima rendición, pues es bien sabido que es lene la linea que
separa la última vez de otro idílico ojalá.
Diane quisiera incrustarse la esperanza
como ya lo hizo las veces anteriores, como si su relación se hubiera
convertido irremediablemente en un bucle en el que ambos hubieran
dirimido su exánime fe. Sin embargo, esa mañana, mientras eludía
el tiempo en la boquilla de un cigarro, se había esforzado en
recordarse que la situación era ya tan insostenible como perniciosa,
como el regusto que dejaba la nicotina en su boca, pese a la
dificultad de la deserción.
Sabía que prorrogar ese afecto ya
desgastado era como intentar hacer prender un pitillo meses después
de haberlo consumido.
En el fondo era otro sentimiento el que
la instigaba a caminar cada mañana e incitaba a sus piernas a darse
prisa, a su boca a sonreír abiertamente y a sus pies descalzos a
ponerse de puntillas, como pajarillo aún bisoño, que desconoce cómo
alzar el vuelo. Era el sentimiento de su relativa emancipación,
experimentado tan sólo en los años de su infancia, en el encanto de
la puericia y las tardes eternas y suaves.
Es la libertad idealizada la que conduce al ser débil a actuar con la insensatez de un niño, mas la libertad no existe más que en este gesto, sin razón ni reflexión, más allá de todo aquello que conlleva un principio y un final.
- Yo también lo creo – dice
Tomás.
A pesar de todo, consiente Diane la
creencia de Tomás, como cuchilladas inapelables en su estómago que
la desgarran lentamente. El resquebrajo deambula entre el ardor y la
desidia.
Lo imagina arrojando las llaves sobre
el sofá y desnudándose ante el espejo con rechazo. A pesar de
tantos años su cuerpo permanece idéntico a la primera vez,
ligeramente teñido de vello endeble, suave, como si fuera la piel
inmaculada de un vástago adormecido en sus brazos.
Suplica antes de zambullirse entre las
sábanas una inane certidumbre en los hoyuelos de su cara, mientras
la luz extinta paulatinamente.
Toma Tomás la puerta y abandona la
estancia. Sus pasos se oyen sordos, roncos y afásicos, completamente
dispares de las dinámicas zancadas cuando corrían a envolverse en
un abrazo. Poco tienen que ver ya, ese pasado cruel y lacerante, con
la vaciedad del presente. Son los recuerdos algo tan abstracto como
común, las caminatas a media luz, tintado el ocaso con sutiles
toques de ámbar, las nubes bajas, acarameladas, dulces, sonrojadas
las mejillas de ingenuidad.
Sabe Diane que esos días, aún con el
firme propósito de pasar página, quedarán en la memoria
inexpugnables, en el mismo libro de su vida, para que en cualquier
ojeada, de soslayo provoque el desangro de su corazón almidonado,
aún sin cicatrizar totalmente.
Tiene el éter un perfume dulzón,
perfume del amor caduco que acaba de expirar por la ventana. Observa
Diane como Tomás se aleja de la casa a paso lento, más sosegado el
ritmo, como si esperara algo al menos tan presumible como para no
distanciarse mucho del aura impía de aquel hogar. Sin embargo, acaba
por convertirse en un diminuto punto en el horizonte, izado sobre
edificios, parques, calles, izado por encima de las reminiscencias
que evocan aquellos lugares, izado por encima de sí mismo.
Hay algo de mágico en cada despedida,
Diane lo sabe. Tomás también. Pues, aunque sólo sea por un
instante, vuelven sus cuerpos, más adultos a palparse, para hacerse
tan etéreos como sus almas, por ahora libres.
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