20.4.13

(Ozean)



Era el mar para el niño algo digno de atrapar. Como el pez en la pecera o el pájaro en la jaula. Aunque fuera una vileza extraer los más bellos cuerpos de su hábitat, aunque el niño íntimamente supiera que era él el que estaba atrapado por ese mar. Pero era ufano el sentimiento de querer narrarlo, de querer besar el ponto y definirlo, pues cuando de sus labios inocentes, rojizos y pequeños, límpidos, huía el océano, nunca nadie podía rebatirle. 
Era esto del mar algo complejo, tan absurdo como turbador, mientras el pequeño tenía aún la sensación de que era posible reflejarlo. 
Y tenía el niño la necesidad de humedecer sus dedos y llevarlos a la boca después de los baños, jamás lejos de la orilla, por lo improcedente de la gesta. Era esa sal que la agradaba y quedaba el trémulo recuerdo cuando se alejaba, y lloraba porque las lágrimas son lo más parecido a las olas y su vaivén nostálgico.

EL FARO

Allá en el horizonte, lejos del cuerpecito del niño y sus brazos en jarras, se extendía el faro, vestido de inmemorial blancura, teñido de luciérnagas nerviosas.
Son los faros las cerillas consumidas del mismísimo Dios, que este prende cuando le asalta el desvelo y el hilo de su sueño más profundo se esconde. Es entonces cuando guía sus pasos, es éxodo, antes de tomar aire y respirar tan intensamente como permitan sus beatíficos bronquios curtidos. Son los faros los vestigios del infierno, el mesías de los náufragos, la impureza del fuego. Son el miedo cuando la luz cierra sus ojos negros, castigo divino de los perdidos, la brújula de las almas sin rumbo. 
Al desvanecerse el día, observa el niño como el sol se tiñe de tristeza, como las sonrisas expiran y en el cosmos flamea un barco, desconocedor aún de ciertas coordenadas precisas. 

EL ACANTILADO

Baja la mirada el niño apenas ya unos metros. Ve la mano celestial que prende el faro, del que cuelga inexorable, la imagen misma de la vida humana.
¿Cómo sentir el abandono del miedo en la partida final, lejana e inusitada, valiente? 
No, el dolor no quiebra en las rocas, ni siquiera en aquellas incisivas tal que un pecado capital y su incitante llamada. Las gaviotas sí se entregan a lo indebido de tal manera y podrán ver la mujer que llevan dentro esos pedruscos infectados de lujuria. 
El niño no es gaviota, ya no más, sólo recuerda, la vida aún infame embrión sin madurar. Un sinsentido. Un vago contorno difuminado al que habitas sin permiso. Vuelve a bajar la vista pues las alturas lo perturban aún cuando las observas desde abajo. ¿Se puede sentir vértigo de mirar el cielo?

EL VIENTO

El viento es placer. Si ya hay salvación y catarsis, dónde queda el paso por la arena de la vida. Dónde las huellas si se borran al instante. 
Sólo allí, en la grava ligerísima que la brisa hace huracán y se cuela entre tus ropas, entre tus dedos, bajo tus senos. Desdibujando tu perfil nudo, pues el vientecillo no entiende de barreras nimias y artificiales cuando acaricia al niño, con la suavidad de una pluma en las mejillas de un querube. 
La intensidad acrecienta así cae la noche sobre sus hombros frágiles, y el viento leve deviene fusta, como los mosquitos en tus piernas devienen en comezón. Causa y efecto de la sensación que instiga a permanecer allí, inmóvil como si no fuera el tiempo cavilante el que expirara. 
Es el pelo arremolinado y sus ojos huérfanos, los que quieren capturar con la inocencia de un mirlo todo aquello que lo rodea. 


Quién no querría prender con maestría los muslos desnudos en las tardes de verano. Quién el olor a sombra. Quién la impávida metamorfosis de los pies descalzos.

Y así el niño besa con sus letras a su Dios, al profeta infame que agitó sus alas y se hizo un irrisorio lunar en el firmamento, a los atardeceres y a la infancia. ¿Se puede hablar de mar sin hablar de infancia?

2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho! Me encanta la frase final. Creo que no, que no se puede hablar de mar sin hablar de la infancia de cada uno ;)!

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