3.6.13

El hombre y el arte.

(De la creación del hombre a través del arte y la creación del arte por medio del hombre)


Si ando perdida hállenme vendiendo
al diablo mi alma
encuéntrenme subyaciendo a sus pies
por este agitar de entrañas
que son los versos que se me escapan
como el agua entre los dedos.
Creció esta vehemencia entre ramas de árbol
que agitaron la poca cordura que albergaba aún
y ahora me sé títere de una pasión
tan incandescente que exhala
mi propia vida.
Aturdida por el dolor,
desnudo el cuerpo,
desnuda el alma
tan sólo para poder ser aquel ser de desnudez
que fui en mi albor
y ser vista de nuevo
sin decoro alguno.
Miro a los ojos al arte y veo
los míos propios
a la misma altura recelando
y es mi mirada la que susurra
su cadencia.
Si no llora el artista, ¿quién llorará?
No llorará sino áquel que contemple el llanto.
¿Quién adornará con su propia sangre
la vacuidad de su cuerpo?
¿Quién creará de sus vísceras misterio?
Si ando perdida hállenme en el polvo
que es todo lo que fui
y todo lo que seré
o aún en una cicatriz aún abierta.
Que estaré corriendo sin ropa ni sueños
llorando tanto al amor como al miedo
recitando a poetas malditos de casta impura
o profanando en nombre de un Dios que no
existe más allá del mío propio.
Hállenme renunciando a las escasas virtudes
de que soy resguardo
y albergando la pasión entre mis muslos.
Dejando atrás la precisión que me creó
para ser el milagro que me concibió
el arte de dos locuras que se entregan
al arte
y morirán de la única forma por la cuál
puede morir el ser humano:
la imperativa necesidad de retornar una y otra vez
a ser sólo vacío.


Cae la madrugada sobre los hombros desnudos de la musa pícara. Muerde sus labios mientras observa esa divinidad que desdibuja su cuerpo con óleo, difuminando sus curvas, rozando las caderas de raso ante el precoz desconsuelo de una vida efímera, tan inválidas de amor como tintadas del ocaso que danza como luciérnagas tras la ventana. 
En cualquier paritorio de la ciudad, a esa hora una fémina sin nombre retorcía sus entrañas con las piernas abiertas, desvistiendo sus miedos para inventar una nueva vida fuera de su vientre, que fuera acogida a posteriori entre sus brazos, dotándola así del calor materno de un regazo incandescente.
El símil era manifiesto, pues el pintor también regurgitaba sus temores sobre el lienzo, mirándola de reojo con la misma inspección con que las enfermeras supervisaban el aseo pulcro del neonato, con soberana paciencia, experiencia maldita.

La musa se preguntaba cómo era posible que el primer hombre creara el arte sólo para poder crearse a sí mismo, para poder reinventar su propia melancolía, pesar, recuerdos, ira, haciendo que fuera el propio arte quién lo creara a sí mismo con la misma maestría con que un orfebre acaricia el metal posado sobre su mesa, como costumbre irremediablemente adquirida, viendo el producto final y no el proceso, viendo la exposición alegórica con anterioridad al esbozo primero.  
Supuso que el cuerpo de ese hombre salvaje que con su sangre esbozaba otros cuerpos debió haberse quedado absolutamente despojado de todo atisbo de temor.
¿Fue antes la oscuridad o el trazo? ¿Fue antes el hombre o el arte?
Pues aún permanece el desvestir sobre la piedra de las cavernas malditas, formando bisontes y recuerdos, vorágines que salpican la existencia del hombre desde la consciencia de un ser anterior. ¿Qué es el arte sino desnudo, el desvestir espiritual que entrelaza al hombre tangible con su intangibilidad más abstracta?

La musa rindió su mirada ante la seguridad que irradiaba el artista, con ojos de pasión desmedida alejados de toda racionalidad o dominación, con las manos desplazando con avidez el color sobre la superficie impía del cuadro. 


Gustave Courbet


(Arte es todo aquello que conlleve desnudez del alma.)

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