1.8.13

(Antagonismos)

I

Una mirada paciente atiende sin descanso tras la ventana. Unos ojos pequeños, esquivos, avizoran silenciosamente mis pasos, como los de un funámbulo titubeante en la fina cuerda de la que pende irremediablemente su vida. 

El resto de niños corretean en círculos, siguiendo unos los pies ávidos de los otros, como pequeños satélites que intentan sin éxito contornear aquel universo que se antoja siempre inalcanzable. Luces tropezando sobre el suelo, reflejadas en las paredes, en las pupilas diminutas de todos ellos. El mundo lejano, ardid de algo desconocido que como títeres guía nuestros pasos, tan inmenso como embaucador a los ojos de un niño, provocando su inescrutable consternación de ingenuidad. 

La infancia es una perpetua explosión de colores, como fuego que no causa la ignición pero que es inexplicablemente bello. El tiempo anclado en unas sonrojadas mejillas. Las tardes de tropiezos junto al río, el filo cortante del agua en el vientre y en los pechos incipientes de las niñas, los chapoteos molestos en la orilla, la finísima arena enredada en el pelo desteñido por acción del sol y el paso del tiempo frente a él. El crepitar de la madera, más tarde, en las noches blancas y vacuas, adormecidos en el regazo cálido del hogar que los abraza. Los paseos pulcros al atardecer, brincando de un vértice a otro de nuestros cuerpos ansiosos por descubrir qué es lo que se esconde bajo las ropas, solapado en lo que nunca nos susurran antes de dormir como si quizás pudiera ser otra nocturna nana repetitiva. 

Una mirada paciente atiende sin descanso tras la ventana. Una mirada extenuada, ahogada en el voraz desasosiego de la belleza cuando, sin embargo, se desgasta. El origen y el fin, el retornar incansablemente a la monotonía de sentirse siempre vástago de otros. 

II

¿Quién velará ahora por todos tras la ventana si el alzar el vuelo supone ser consciente de que la colisión sera abrupta? ¿Quién mantendrá el equilibrio si los días se engullen a sí mismos y a nuestros ojos las sombras se antojan eternas?

Se agolpa en mis muslos por vez primera el desgarro inevitable de saber que existo. Este ir y venir de pájaros en su averío para agujerear hieráticamente mi cabeza, la cuál se halla siempre en algún otro rincón de mi memoria. 
La velocidad nutre mis ojos sedientos de calma, la autodestrucción amodorrada en mi cuerpo despedaza los gritos de los otros en silencio. 
No hay nada que nos libre de vagar sin rumbo cuando desaparecen las cuerdas que cortaban nuestra respiración. No hay nada que nos salve de la desnudez maldita y nos aleje del saber que todo carece de sentido. 
Las alturas incitan a caer con un suspiro. Centellea el fulgor de la juventud como luciérnagas que se esconden en mis bolsillos y aparecen de madrugada. 
La vida es todo este acelerado tránsito que no conduce a ninguna parte. La vida es el agua que escapa entre nuestros dedos mientras estos no logran asfixiar el vértigo. 


III

La pasionaria en el centro del jardín se ha marchitado, como una luz impasible que es extinta en la noche, como el tiempo consumiendo las únicas cerillas que aún hacían arder mi vientre. 

Añorar, añorar el peso sobre la espalda, los años, las enseñanzas que reposan inmutables en mi recuerdo, un rastro de sangre yace sobre la inmortalidad del mar. Como quien oye el crujido vacuo de sus huesos, sus roturas producidas por el tiempo y su descender como un río incesante que desemboca en la afonía.
Mañana no quedará rastro de mí dentro de la cama, la colcha tintada de pecado, empolvada de ausencias. Habré volado o seré un corpúsculo inalcanzable escondido en el bargueño, reducido todo a una lúgubre fantasía decimonónica. 
Hállanse mis pies, náufragos del vacío que habita mis entrañas, perdidos, inmóviles, deambulando sin rumbo por los últimos segundos en que merece la pena vivir, la exhalación justo antes de la muerte.

La pasionaria en el centro del jardín se ha marchitado, ¿qué hacer con el tiempo cuando ciega la vida, sin descanso, hasta dejarla seca?

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