23.11.14

Dichosos los invitados al banquete de su risa

Conocí a una mujer. Tenía el pelo negro y la piel blanca y los siete candelabros bíblicos dinamitados en los ojos. Nunca vi una mirada parecida y eso me pareció una metáfora del cambio. Supe que era ella y que no podía ser ninguna otra. Desde entonces no he cesado de cambiar mientras la observo y no he cesado de observarla mientras cambio y también desde entonces deseo acompañarla en cada sueño, apartar cada miedo a los pies de su cama, internarme en las profundidades de su frente.
Un día, de los primeros, me acerqué y probé la sequedad de mi boca a su lado y supe que no había nada en el mundo que me atrajera más que desentrañar sus recovecos. 
De pronto me dijo que se iba. Creí perderla para siempre y me aferré al final. No he sufrido jamás tanto como en esos instantes, no he experimentado mayor drama que el de la despedida. Yo ya estaba fuera. Pero no se fue. Eso ocurrió muchos más días y en esos momentos siempre quise decirle que ojalá nunca la hubiera conocido. Siempre quise poder decirle lo mismo, aunque no fuera verdad, pero la conocí, sigo conociéndola y de algún modo querría seguir desvelándola el resto de mi vida. 
Otro día dejé de temer a la muerte. Lo sé porque la vislumbré calmada a la orilla de la playa, a la distancia suficiente como para querer congelar la imagen y reconstruir con ella mi lastimado imaginario. Después tenía la piel salada y los labios fríos y húmedos y me abrazó tan fuerte delante las olas que creí haber llegado al culmen de mi vida. En ese momento, pensé, no había nada capaz de hacerme mortal y si lo hubiera habido, me habría sido absolutamente indiferente.
Esa fue la primera vez que me hizo querer llorar de felicidad pero vinieron muchas más. La segunda vez llovía y hacía frío, pero el mundo al que ella me relegaba tenía una atmósfera de sol y certeza y supe que desde su llegada no había vuelto a anochecer. La tercera vez ocurrió por accidente, cuando comencé a leerla en la literatura, en cada representación del amor que había tenido lugar alguna vez. Sonreí porque por primera vez alguien era capaz de rezar un discurso que había sido nuestro desde el primer segundo.
A saber, el lugar al que quiero llegar es a decir que esa mujer secreta y generosa, de pelo negro, piel blanca y ojos suspendidos es la única que sería capaz de mantenerme en pie toda una noche solo para velar su tristeza, es la única que sería capaz de aniquilar todas las palabras y seguiría diciéndolo todo, es la única que sería capaz de calmar un diluvio bajo una cubierta con goteras sin perder un ápice de belleza.
Y deseo, por encima del resto de deseos de mi vida, profundamente lo deseo, que nunca pierda la capacidad de dejarme pensando en cómo es posible que ciertas personas como ella lo barran todo para poder seguir trayendo instantes mucho mejores.
Conocí a una mujer y volvería a conocerla una y otra vez sin arrepentimiento, porque desde ese día no hay nada capaz de saciar mi sed de ella.

5 comentarios:

  1. Ojalá algun día yo tambien conociese a alguien que me dijese cosas asi...

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  2. Qué cosa más preciosa de texto. Esa mujer tiene la gran fortuna de despertar tantas cosas que tus letras están empapadas de ellas y se nota.

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  3. Hay una sed que no se sacia ni bebiendo de otras bocas.
    El agua llegará, lo importante es que no se acabe esa sed, las ganas. O eso me dijeron.

    Precioso, preciosa.

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  4. Rosa, sé que es la primera vez que comento en tu blog pero bueh, siempre hay una primera vez para todo xD Bueno, la cosa es que tienes una nominación/iniciativa que hay por blogger en mi blog. Besos y espero verte en el próximo campamento (/º3º)/
    http://psicologeandotormentas.blogspot.com.es/2014/12/premio-quien-es-quien.html

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