1.11.12

Esas calles tenían una magia especial. Parecía como si esas robustas paredes de piedra, aún conservaran en su interior cada imagen de años atrás. Los besos dados, y también los que nunca se llegaron a dar; la alegría del turista que acababa de descubrir lo cargado de vida que podía llegar a estar un pueblo tan pequeño, casi diminuto. Perdido en medio de un bosque, de un bosque que parecía querer perderse también. Y sin embargo, cincuenta años después, no quedaba nada, únicamente el río parecía tener vida. Seguía discurriendo ajeno a todo lo que había pasado durante esos años. Sin saber lo solo que se había quedado. O puede que quizás sí notase que cada verano nadie chapoteaba en su orilla, nadie lanzaba piedras de tres en tres.
Ahora tan sólo quedaban los restos. El musgo creciendo por las paredes, dando un tono más frío si cabe. 
Se preguntó cómo podía ser, que el paso del tiempo, se llevara por delante a todo lo que la naturaleza quería. Sin embargo, los árboles centenarios podían seguir allí, invencibles, sin nadie que pudiera siquiera hacer que temblaran de frío. Somos demasiado vulnerables. Vulnerables al tiempo, vulnerables a cada pequeño cambio. Vulnerables a todo lo que nunca podría tumbar la verdadera esencia de ese pueblo.
Y es que cada rincón, había conseguido, a su manera, hacer un poco menos vulnerable a la especie humana. 


Cuando ya nadie alimenta tu existencia. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario