4.11.12

El viaje de ida se le estaba haciendo eterno, y es que a medida que avanzaba el cuentakilómetros de su viejo Laguna, la incertidumbre y el arrepentimiento se multiplicaban por dos.
Directamente proporcional. Al igual que lo era el traqueteo del segundero de su reloj con su impaciencia. Acababa de dejarlo todo para huir de sí misma y ahora se sentía más atrapada que nunca. Lo dejó correr,  tal vez era precisamente el temor al cambio lo que le hacía temer a la rutina.
Tomó el camino hacia la derecha, que la llevaba a una pensión de mala muerte, juzgando su apariencia, dónde pretendía pasar la noche. Detuvo su pequeño Laguna entre el hueco que dejaban dos enormes camiones, abandonados y sucios por la lluvia y el viento, y lo peor, por el paso del tiempo.
Cogió su llave y la guardó en el bolsillo izquierdo, tal y como siempre se había acostumbrado a hacer. Manías. Al igual que la de no volver nunca atrás, sin girar siquiera la cabeza para asegurarse de que lo que dejaba merecía menos la pena que lo que iba a buscar, sin comprobar que estaba en el camino correcto, o si al menos, era el camino que verdaderamente quería tomar.
Si hace años se hubiera quitado de en medio esa manía, seguramente estaría dando media vuelta en ese momento, con paso más acelerado incluso que el de costumbre y probablemente su Renault se alegraría más que ella de abandonar tan inquietante lugar, pero ella era así, orgullosa en los momentos en que el orgullo debería brillar por su ausencia. Y ni siquiera el aspecto añejo y desagradable de las mesas (repletas de vasos vacíos y polvorientos) situadas en el exterior pudieron frenarla. Mucho menos los groseros piropos de un par de robustos hombres, cuyos brazos saltaban a la vista por los enormes tatuajes y por el pelo que los envolvía casi por completo, equitativamente repartido.
A pesar de esto, abrió la mugrienta puerta de madera que la condujo a un pequeño bar repleto de humo y prácticamente desierto, como si fueran las paredes las que estuvieran fumando esta vez para disimular tal espectáculo. Únicamente dos extraños hombres, situados al fondo, y una carismática mujer que destacaba entre tanta mierda.
Le sonrió y casi sin darse cuenta ambas habían acercados dos taburetes, para que esas dos mujeres, perdidas, esas dos almas que intentaban buscar su sitio en el lugar dónde otras iban a perderse, se encontraran en ese preciso momento.

- Creo que acabo de empezar mi viaje.

Aún sin saber que los viajes nunca empiezan hasta que acaban, que el verdadero sentido de la marcha, del viaje de ida, todo recae en el análisis de vuelta. Los viajes siempre se narran por el final.
Ambas habían tenido el valor de ir a buscar sabe Dios qué, algo que ni ellas mismas tendrían jamás la certeza de que siquiera hubiera un final. Como en toda gran historia, el final se difumina por las ganas de que siga habiendo más nudos y menos desenlaces.
Sólo llegaron a saber que este final, alejado de ese asqueroso bar de carretera, de sus estúpidos borrachos que piropean algo que ni siquiera alcanzan a ver con nitidez y esas mesas pintadas de amantes de ida y vuelta, supondría el fin de muchas otras cosas.

Y es que, como siempre, no se puede huir sin rumbo, el rumbo siempre surge, siempre acabas encontrándote en la primera curva.

No hay comentarios:

Publicar un comentario