17.1.13

"Aquel que no conoce su historia está condenado a repetirla." Y verdaderamente, esta frase marcó tanto mi existencia que mi vida se limitó en una sucesión de historias absurdas, preferiblemente a olvidar, pero que analizaban mi constante desde su remoto origen. 
Y quién sabe a qué beligerantes territorios se refiriera Napoleón, la cuestión es que la susodicha se clavó en mí, instantáneamente. Me recordaba a mi adolescencia en alguna escapada ahumada por las dudas y los reflejos de mí mismo, en pleno crecimiento constante o desavenencia eterna. Y traía a mi memoria los vacíos del pasado y mi pasado, y de los hábitos desterrados por pura sensatez.
Nunca pequé de una capacidad de evasión prominente, ni siquiera de los post-it necesarios para almacenar los retales de mi desafortunada y a veces, furtiva, subsistencia. 
Hasta que descubrí el milagro que conseguía la eternidad de mi recuerdo. Hubiera parecido algo tiránico y adictivo, tan concurrente que me amarré con uñas y dientes a la ideología de que el fin justifica los medios. Filosofía que osaba satirizar hasta que llegó el momento de encontrar un fin y los medios deshonrosos necesarios. Entre la espada y la pared me hallé con la solución para alcanzar la meta y el problema que bloqueaba toda solución. Pues no me quedó más remedio que sublimar el refranero y explicar mis elecciones con demasiada pasión y, demasiada poca seguridad. 
Fue algo así como una servilleta doblada con premeditación, y un bolígrafo gastado sobre el mostrador. Lo tomé en mi mano y de ella salió un post-data, tras el saludo cuerpo firma y arrepentimiento. Acababa de autoadvetirme el preferible no regreso a tal local. 
Volví a encontrarla justo cuando, meses después, cruce la esquina en una aproximación digna de photofinish y observación periférica. Alargué la mano al bolsillo de mi chaqueta en busca de un mechero que encendiera, o apagara, todo deseo vano de deserción. El destino quiso posar alli, justamente, el dobladillo y la reseña de una idea que atravesó mi mente tiempo atrás, y ahora me advertía, por segunda vez, de que acababa de encontrar la cura contra la mortalidad. 
Luego escribía una y otra vez, desde mi alféizar malogrado que pedía a gritos un poco de inspiración, o desde la ropa consecuentemente doblada a la espera de martirizar todo acto simbólico que reflejara el orden. Porque mis letras no tienen orden, al igual que mi memoria, por lo que yo mismo dudo de que exista alguien que diferencie entre poesía y caos. 

Desde entonces no he parado de recordar mi historia. No sé si para no repetirla o para repetirla constantemente. A veces dudo de mi anclaje al pasado como antídoto contra toda reincidencia irremediable en el futuro, o tal vez, como melancolía o morriña pasajera.
Al fin y al cabo, la literatura ya dejó de ser un medio para ser un fin, y un principio, a veces. Ya no son útiles, no son tanto un punto de apoyo fútil, sino más bien el único revulsivo existente.  No me importaría reiterar ciertos errores, lo prometo, sólo por volver a escribir la misma prosa dulcemente envenenada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario