12.1.13

(su insoportable levedad)

Me agazapé, escondido tras un matorral punzante y amenazante, a la vez. Sus espinas me acariciaban hasta el hastío, y el desarraigo, se hallaba instalado en mí. No podía percibir más que la ruina bajo mis pies al temblor de unos miembros aterrorizados. Pasó leve. No se apoyaba en el suelo, lo juro, pues no azotaba la gravilla ni manchaba su largo vestido blanco. Corría veloz como una musa mientras su pelo dejaba un halo de belleza. Belleza de verdad, belleza en el sentido amplio, efímero y casi imperceptible de la palabra. 
Ella era así, pues su refinada educación, de la cual había sido testigo, la obligaba a no estancarse nunca, a no echar raíces sino a desaparecer como los trenes de vapor. Dejando rastro. Llevaba años espiándola dentro de los límites permitidos. Siempre entre escombros y evitando, en cualquier caso, no remover la tierra lo demasiado fuerte como para ser testigo de la furia de todo aquello que se enterraba allí, las cenizas de un pasado tan incierto como morboso. 
Siempre vislumbraba su ventana, cuya luz pálida me facilitaba la adivinación, a tientas, de sus rasgos. Conocía a la perfección cada trazo de su cuerpo, cada curva, pues mis sueños se desarrollaban, cada noche, entre el hueco que formulaba su sonrisa y mi privilegiada posición. Ella tocaba el piano, se deslizaba tras las teclas y me embriagaba haciendo que desde el fondo de mí, brotaran unas enormes ganas de bailar, de apretarla junto a mi y elevar las puntas de mis dedos hasta volar, como a ella le gustaba, perecedero. Pero no podía, pues habría quebrantado su aparente calma al golpear el cristal, habría finalizado la danza nocturna que se desplegaba afablemente. Cerraba los ojos y se dejaba llevar, y yo con ella. Teníamos una interrelación desaprendida, pero a ciencia cierta puedo afirmar, que si me hubiera conocido dignamente, sus dedos acariciarían mi cara como si la música emanara de mí, sería su piano y la fuente de toda pasión inexpugnable. 
Luego dormía, siempre con la refulgencia propia en ella y el ahíto de pesadillas. Éstas, eran tan frecuentes como singulares. Lloraba amargamente, apretaba entre sus dedos el respaldo de su cama o incluso arañaba su propia piel para despertar, pero a la mañana siguiente, siempre se incorporaba como mariposa que inicia el vuelo, igual de bella que la noche anterior, y aislaba todo cuanto provocara masacre en su corazón, con una taza de té en el alféizar de la ventana. 
Y así era como, hasta ese día, creí que era invisible a sus ojos, que ese macabro espionaje sería tan perpetuo como absurdo. Pero no. Me di cuenta cuando de un salto, descendió de su ventana. Descalza, la greda escribía, en sus pequeños pies, historias de infames guerreros que como ella, se preparaban para la batalla con valentía. Parecía exánime, pero sin embargo, era tan irrompible que mis ojos se dejaron vencer por ella con tan sólo posar su mirada, en la mía. Avanzaba con paso firme hacia donde yo me ubicaba. Me paralicé, empecé a convulsionar y mis dedos se tensaron en una cadena letal. 
Sonrió, apuntó su ínfimo punto cardinal sobre mí, la brújula de su cuerpo que la condenaba siempre al norte, fríamente. Me señaló y acto seguido dejo caer su debilitada mano. La apoyó en el raso de su vestido y sin detenerse, se posó, tenuemente, a unos centímetros de mí. Me examinó de arriba a abajo, sin miedo, segura de sí misma y del poder que ejercía a los ojos de los mortales. 
Perdí la cuenta del tiempo que pasé, con mis ojos temerosos y mi cuerpo en posición de contraataque, debió advertir, sin duda, una bocanada de terror sobre su piel. 
Dio media vuelta y antes de que pudiera volver a respirar, ya no estaba. Se había esfumado, como siempre. Como tantas veces la había visto, como tantas veces había intuido, cuál ángel que regresa al cielo bajo la conspiración atónita de todos los que como yo, carecen de inspiración, motivos o númenes. 
No volví a verla. Quizás fue el reparo o la angustia que me produjo el ser descubierto, el haber estado desnudo y vulnerable ante sus ojos. O quizás sólo fuese terror, sólo fuese el efecto del aliento entrecortado, quizás mi cerebro me impidiera caminar hacia su ventana para sentir, para elevarme con su música y sus piernas escuálidas y danzarinas. Pero algo, fuera lo que fuese, me hizo no volver nunca más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario