15.11.13

(El éxodo)

«Algún día seremos, L.»
          ¿Qué había querido decir? Tal vez entreviera silente un presente sombrío, cerrado, vacuo. Sus palabras lejanas no aportaban demasiado, rompían la superficie del sosiego provocando la desviación de mi mirada de ese cosmos vano que se esparcía fuera de la casa:
Pedaleando, los cándidos niños alcanzaban las piedras del estanque, observaban las ranas avecindadas sobre los nenúfares, arrojaban comida a los ávidos peces, demacrados. Parecía un mundo confinado lejos del fuego de la calle, el tráfico, la laxitud de la banca. Como seres gregarios, las criaturas se aglutinaban en bandadas que sobrevolaban el césped roído, alrededor de la fuente, carcajeando, henchían de aire sus bronquios cansados hasta estallar en balbuceos y aullidos que emanaban de su quinta esencia humana. Yo debería estar ahí, como si el tiempo ayer hubiera quedado suspendido, cabalgando hieráticos corceles de astillas y madera, impeliendo el movimiento del columpio con desmesurado ánimo. 
          
          ¿Qué seremos? ¿Equilibrio, vicio, penitencia? Él contemplaba quieto mi perplejidad. Aún era una niña. Los mechones oscuros de mi pelo resbalaban sobre sus hombros como una dulce tormenta de verano, desbordándose sobre la destartalada ropa de un vagabundo. No éramos Lolita y Humbert, de ningún modo, pero en nuestros ojos se atisbaba el mismo cariz de picardía, el mismo exquisito recuerdo de un pasado nómada. Éramos amantes mudos, nos deseábamos en silencio entre los pliegues de las sábanas de hoteles deslucidos, sabiéndonos en una misma vorágine de sed y excitación, alumbrando el ardiente camino erguido ante nuestros cuerpos. Él prendía mi virginal cintura, tanteaba mis lívidos costados, tañía el hueco de mis costillas. Nunca había pensado en nuestra ausencia, como un ente indiviso lograba atisbar una muerte dulcemente veloz, cálida, en que poder burlar la soledad de la partida aferrada a su tierna imagen.
         Anhelaba los días ajenos, sordos. Las palabras tempranamente aprendidas, las miradas de rabia. Dónde estás, pasado. Dónde estás. En aquella estancia a su lado, donde besaba a un mesías que recordaba cada una de mis turbaciones y mis sombras, que bosquejaba ante mis ojos el mapa perfecto de mi desnudez.

          «Nos liberaremos de este lugar, esta época, este soplo, esta euforia.»
           Pero a mí me gustaba este nidal zurcido entre sus brazos, no necesitaba volver a alzar el vuelo como testigo del milagro de mi propia huida. Analizar la conducta reticente de los viandantes, las gotas de lluvia sobre el hediondo cristal, los largos bulevares trazando un laberinto infinito de blando vacío. En realidad este era mi hogar, mi único e ineludible hogar, y la idea de abandonarlo me transformaba en una alimaña suspicaz, indómita. Me aferraba a la ínfima fracción de mundo que me había sido conferida por una ínfima fracción de tiempo, y toda la inmensidad y la infinitud hubieran sido para mí desdeñables en comparación con ese fragmento mínimo de mí.
         Le dije que el éxodo supondría extravío, la fe devendría en daga, la distancia, olvido, la hermandad con aquellos seres que como nosotros habían caído en la trampa de creer que la partida es salvación y reencuentro, un sacrificio en honor a nuestro propio recuerdo.
Me miró y en sus ojos vi reproche, desengaño. No podía sostener sobre mi espalda el peso de la certidumbre, el sabor del abandono, la sospecha de estar solos. Algún día él resolvería partir sin mí, transigiría mi decisión y olvidaría que esta afirmación de la vida estaba irreparablemente condicionada por su forzosa presencia, aunque hoy el vínculo temblara, malherido, como un trémulo susurro.
Hizo el amago de incorporarse del solio pardo de naturaleza rancia. Afuera los coches deambulaban y la tarde se escurría por el alféizar desvaído, el sublime universo del parque. Los niños enmudecieron por un instante, todo quedó pendiendo de una delicada hebra, el vivaz hilo de Ariadna, su interés y mi voz, su brazo y mi palma, mi palabra.
        «Dime, H, ¿podremos huir de nosotros mismos?»

4 comentarios:

  1. Me es imposible concebir esa última pregunta con un sentimiento lejano al dolor. Ay, es la pregunta de mi vida, Rosa...
    La verdad es que esto que has escrito es, en conjunto, muy doloroso. Me cuesta reflexionar sobre despedidas o ausencias sin sentir que todo a mi alrededor acabará por desmoronarse a causa de tanta soledad.
    Pero admito que me encanta ser así y encontrarme con escritoras como tú, que tan bien plasman los miedos a palabras. Es leer y no solo disfrutar con la lectura, sino llegar al punto final y darte unos minutos de reflexión en los que compararme con tus palabras y tus personajes, encontrar similitudes y diferencias. A veces, incluso descubro algo nuevo de mí misma.


    <3

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  2. Siempre son tus palabras un halago para mí. No sabes qué feliz me hace saber que por unos instantes, te hago parar tu rutina para reflexionar y mucho más, para hacerte encontrar algo nuevo en ti misma. Es indescriptible.
    Muchas gracias, bonita <3

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  3. Muchas gracias por leerme y comentar Rosa. Espero que sigas encontrándote a gusto entre mis textos.
    Un saludo!

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    1. Es un honor verte por aquí. A ver si puedo conseguir algo tuyo pronto.
      Un saludo.

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