14.12.12

Sintió como sus labios se tensaban formando algo parecido a una sonrisa forzada, vulnerable a la desaparición en cualquier momento. Se encontraba rígida, inmóvil y a momentos casi extasiada por una extraña calidez que le recorría de arriba a abajo. En su estómago se libraba una lucha casi campal, plagada de guerreros que pisoteaban con fuerza sus tripas, haciendo que una repulsión amenazara con salir despedida.
Tomó con fuerza el respaldo del incómodo sillón del tren. Sus manos sudaban y hacían que resbalaran a cada momento. Pensó en sacar un cuaderno o un libro o un cigarro. Su opción hubiera sido la última, si no fuera por el enorme cartel rojo que se había topado con su mirada, acentuando aún más las ganas de hacerlo. No fumar.
Se recostó lo máximo que pudo, no mucho, y probó a cerrar los ojos levemente, sin fuerza, únicamente para hacerlos reposar y librarlos del agreste paisaje que la ventanilla parecía querer regalarle. No debo mirar. Se autoconvenció varias veces de que era mejor despedirse mentalmente, por las noches, desde su nueva cama, desde su nueva habitación y sus nuevas e irremediables ganas de volver a coger ese tren. La vieja televisión de enfrente, comenzó a emitir una extraña película en blanco y negro, Charles Chaplin quizás, de todas formas tampoco le interesaba demasiado, su mente ya se encargaba de elaborar el cómo y el cuándo se iba a librar de esa pesadumbre que ascendía por su esófago.
Miró a sus acompañantes. Todos parecían portar algo más pesado que su roída maleta marrón. Una mujer y un hombre, ambos intercambiaban miradas de vez en cuando, la agachaban al instante y ambos seguían con sus menesteres de inmediato. Miraban el reloj casi a cada segundo, se retorcían en sus asientos, igual de incómodos que todos, y a veces suspiraban y miraban por la ventanilla. Al contrario que el de ella, su poder de autoconvicción parecía haberse equivocado de andén.
Parecía como sí el destino hubiera querido aposentar a esas tres personas juntas, en un mismo vagón, cruzar sus caminos en un viaje absurdo. Quizás no volvieran a verse, o quizás sí, quién sabe.
Era un lugar peculiar. Los medios de transporte, en sí, lo eran. Como también lo eran las estaciones. Como si tuvieran una extraña obsesión con las despedidas, y también con las primeras veces, la primera mirada, el primer viaje juntos, el primer roce repulsivo.
Volvió a mirar, una y otra vez, cada centímetro del vagón. Memorizó cada advertencia, cada muestra de cortesía, cada detalle que se grababa en su mente como a propósito, como si no pudiera ser de otra manera. Pasó hojas, mordió uñas y atravesó varias veces el estrecho pasillo que la conducía a algo poco parecido a una cafetería. Resoplaba y miraba de reojo a sus acompañantes. Impertérritos. ¿Sólo ella era capaz de impacientarse con la calma absoluta? ¿Sólo ella se ofuscaba cuando el tiempo no pasaba, cuando le fallaba, cuando se quedaba sentado en el asiento de la estación y la abandonaba a su suerte?
Tuvo deseos de preguntar como antaño si faltaba mucho, poco o lo suficiente como para repetir la misma sucesión de nuevo, una vez más.
No dio tiempo a pronunciar algo parecido a un extraño sonido gutural, como era de prever, partido en dos por la voz grave y paralizante de los altavoces del tren. Al fin.
Descendió. Tres escalones eternos. Y corrió, hacia ningún lado. Arrastrando su pesada maleta y su aún más pesada sensación de melancolía en auge.


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