15.4.14

La visión

La primera vez que abrí los ojos tenía quince años y el sol de estío escapaba por la ventana. Era una mañana de julio: el calor se disipaba emanando del ardiente asfalto, recogiendo las cenizas del cielo moribundo que caía a su paso. Repetíamos la misma oración mil veces, diciéndonos que se trataba solo de abrir los ojos, nada más, y que después podría volver a cerrarlos como quien vuelve a encadenarse a unos barrotes hediondos tras haber paladeado la libertad. 
          Lo primero que vi llamó poderosamente mi atención: el color de los árboles, tintados de infinitas tonalidades de verde que a mis ojos quedaban como las huellas de un niño pintor que hubiera ensuciado con sus dedos un único lienzo puro. Recuerdo el fulgor del mediodía a través de las hojas, las ramas como un diluvio, vencidas, y la brisa abanicando mi mirada recién nacida quince años más tarde. 

             Dijiste: quizás nunca sea demasiado tarde. 

          El mundo había permanecido inmutable tantos años y yo, como un perro azotado, corría sin rumbo y sin conciencia, zozobrando, cubriendo las heridas que surgían sobre la marcha sin parar a mirar qué maldito extravío en mi mente me condenaba de esa forma a la ignorancia. Acaso había aspirado la ceguera durante tanto tiempo sin saber que mis pulmones estaban inundados de ganas de veros tal cual eráis. 
Y entonces la sombra, un reino de incalculable oscuridad, y el rumor de las lenguas a los lejos, y los rostros en penumbra y las ansias, y los coches, y los cadáveres cayendo en picado desde el cielo. Nunca más pude dejar de visibilizar todo lo que antes era invisible: de hablar en su nombre, de nutrirme de su imagen, de ser parte de ellos y desgarrar la realidad desde dentro. 
La primera vez que abrí los ojos tenía quince años y para entonces todos habíais visto ya demasiado. ¿Lo recuerdas? Era nueva sintiendo, una nueva memoria se despertaba en mí y en ese instante quise ver más de lo que hasta entonces había visto nadie. Mi trinchera era la sed. Combatía desde la posición de alguien que deseaba, frente a la posición del resto: la costumbre. 

          Aquella mañana de febril talante tuvo lugar mi segundo nacimiento. En el primero: me extirparon del centro del universo, me arrancaron como a un tumor maligno de las entrañas del abismo. Me resbalé más allá de la sangre, hacia a una dimensión tan fría y dolorosa. En el segundo: vi la luz. Lloré por primera vez y supe que había vida más allá de mi propia placenta. 

           Dije: quizás nunca sea demasiado tarde. 


2 comentarios:

  1. Hola, Rosa:

    Este texto me huele tanto al primer amor, a la primera vez que ves la vida desde su cruda realidad, sin nada oculto, y si lo hay verlo en su pureza. Al leerlo me sentí muy indetificada con el personaje -autor de la historia, ya que estuve muchos años encequecida a la luz del conocimiento, no por querer sino porque la inocencia e inmadurez se apoderaban de mí -en algún sentido pleno-; pero ahora estoy más consciente de las cosas tanto en su esplendor como en su nublado panorama. Ahora, tengo muchas inquietudes que quisiera preguntarte. Pero por lo que hoy concierne me limitaré a comentar esta poesía.

    P.D: qué consejo le darías a quienes aspiran escribir, más allá que con madurez sea con sentimiento sin divorciarse del primero.

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    1. En primer lugar, muchas gracias por pasarte a leerme.
      No puedo dar ningún consejo a quien aspira a escribir porque yo misma aspiro a ello, pero si te parece podríamos compartir todas esas inquietudes que te surgen. Estoy abierta a cualquier pregunta y/o conversación.
      Un abrazo.

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